“Si yo no me burlo de mi mismo, permitiré que otro sea el que se burle de mi por ser como soy. Prefiero hacerlo yo primero.”
Estas palabras resonaron en mi mente durante varios minutos justo antes de que apagara la radio de mi móvil. Con ellas, una “personalidad” televisiva perteneciente a un grupo poblacional minoritario, y tradicionalmente estigmatizado, intentaba defenderse ante un comentario sarcástico en un programa vespertino latinoamericano. Todo esto bajo la influencia de un ambiente donde primaba el “buen humor”.
Creo, en cambio, que no todo humor puede catalogarse como bueno. El que recurre a la burla, desde luego, no lo es. Avergonzar a una persona públicamente por sus condiciones físicas sencillamente es desagradable y transmite a la sociedad la idea de que es socialmente admisible reírse de las características particulares de las personas.
Sin embargo, con su comentario esta persona admite que se entiende poseedor de un “problema” que lo aleja de la normalidad y que por tanto es lógico que sea objeto de burlas. Lo que tal vez no sepa esta celebridad es que el problema no lo tiene él. Al escucharlo recurrir a la autoburla como mecanismo de defensa me percaté de que el verdadero problema en esta circunstancia, que se reproduce en muchas de nuestras sociedades latinoamericanas, es otro de mayor dimensión.
En efecto, las dificultades que muchas personas enfrentan en su lucha por insertarse en sociedades excluyentes no son producto de sus diferencias sino de los estándares que los sectores hegemónicos imponen al resto para definir la “normalidad”. Los medios de comunicación juegan un papel trascendental en la configuración de esta realidad. Es usual ver en ellos diariamente la caricaturización de las personas con discapacidad o diversidad funcional, de las trabajadoras domésticas, de los campesinos, de los migrantes y de los homosexuales.
Pero lo que vemos a través de los medios de comunicación no es más que la punta del iceberg. Detrás hay tradiciones y patrones de conducta muy arraigados en latinoamérica. En nuestras sociedades es aceptable hacer burlas de los grupos minoritarios o de los colectivos considerados más débiles. Tanto así que como un mecanismo de defensa quienes son objeto de las mismas, como la “personalidad” cuyos argumentos inspiran este post, a diario recurren a ellas con la esperanza de ser percibidos como “fuertes” porque estos comentarios humillantes no les molestan.
Lo cierto es que sí les molesta. A ellos y también debería molestarle a toda audiencia con un mínimo de consciencia social. Porque que alguien sea avergonzado en público, con malicia, genera, al menos en mí mucha incomodidad y vergüenza ajena.
Tambien es cierto que de todas las personas por una razón u otra, podríamos burlanos, por ser muy alto o muy bajo, muy robusto o delgado, muy pálido o excesivamente bronceado, por ser nacional o extranjero. Pero no lo hacemos porque las normas de convivencia y el sentido común lo impiden. Parecería, no obstante, que todavía es aceptable e incluso plausible exteriorizar aquellas referidas a quienes tienen menor representación social y están menos empoderados. En definitiva las personas menos respetadas.
No intento aquí hacer un manifiesto contra del buen humor, ni mucho menos. Simplemente quiero llamar la atención sobre los patrones que rigen la admisibilidad social de ciertas conductas.
Con estos comentarios se contribuye a ubicar a muchas personas en situaciones de desventaja con respecto al resto del colectivo social. Por tanto es más que necesario, inminente, incluir el respeto por la diferencia como hábito social en nuestras culturas para desterrar de una vez por todas la exclusión que, lamentablemente, sigue sufriendo gran parte de la diversa humanidad.
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